La vieja obrera
está en una esquina de la sala,
a tres interminables pasos,
con un abrazo atragantado en su pecho seco,
con una ganas inmensas de ser Dios...
y llamar a su hijo de esa cama de metal pintado.
La visitan palabras,
pasan desfilando por sus oídos,
palmas en sus hombros enflaquecidos
por el tiempo
por la brega que nunca culmina,
por la angustia de media noche y sobresalto.
Va a extrañar tanto regañarlo,
aconsejarlo...
amarlo sin palabras,
va a extrañarlo tanto
que no sabe como empezar
y solo atina a llorarle su silencio,
a llorarle desde muy adentro,
a lloverle como aguacero de madrugada.
La vieja obrera
mañana se lo entrega a la tierra
y trata de parar las campanas de la iglesia,
que algo pase y no amanezca nunca,
para alcanzar a su muchacho
en el viaje de la barca.
Yo estoy en otra esquina...
y soy el ser más inútil,
no puedo ni dar mi vida
pues la vieja obrera
lloraría igual por mi.
Sanar...
Es el único camino posible.
(A mi mamá...)
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